La cocina estaba limpia, ordenada, como siempre. Ella vestía cómoda con una especie de pijama de esos que se usan para hacer yoga, el pelo recogido.
Encendió un pequeño equipo de música y eligió la lista de reproducción que más le gustaba. Abrió el frigorífico y cogió dos cebollas medianas y media docena de tomates maduros.
Empezó con las cebollas, con un cuchillo grande y bien afilado comenzó a quitarles las dos primeras capas, el color era precioso de ese blanco un tanto perlado, las partió con un corte certero por la mitad exacta, las apoyó sobre la tabla de madera por la parte plana y comenzó a picarlas con cierta habilidad, no llegaba a la maestría de los cocineros televisivos desde luego, pero, seguramente, debido a su método y el cuidado que ponía en las cosas se desenvolvía bien. Pequeños trocitos que quedaron, de momento esperando en un plato. Cogió tres dientes de ajo, los peló e hizo pequeñas láminas que añadió a la cebolla.
Abrió un cajón y sacó una sartén grande, encendió el fuego, puso aceite de oliva virgen, no sin antes contemplar la botella de vidrio que lo contenía, siempre se fijaba en los colores de todo, ahora ese dorado tirando a verdoso… Cuando el aceite tomó algo de temperatura echó la cebolla y el ajo picados y le puso sal.
En tres canciones estaría a punto, algo transparente y dorada en algunos lados...
Mientras, con un cuchillo pequeño, peló con cuidado los tomates, de un rojo bermellón y los cortó en pequeños dados. Las tres canciones pasaron, el contenido de la sartén ya estaba listo para recibir al tomate, así que lo incorporó y lo removió bien con la cuchara de madera. Ahora se tendría que freír. Fregó los cuchillos, el plato y la tabla de madera que había utilizado y lo dejó escurrir sobre un paño limpio. Volvió a lo que se estaba cocinando, removió de nuevo todo y aplastó un poco los dados de tomate que ya estaban cediendo al calor, “Esto tardará unas cuantas canciones” pensó. Los tiempos de cocina, para ella, se medían así.
Yo estaba allí, pero, como casi siempre, ella no era consciente de mi presencia. Siempre juntas y apenas nos interferíamos… La música sonaba y comenzó a moverse al ritmo, primero de forma casi imperceptible y poco a poco girando y moviéndose, ya no por la cocina, que era pequeña, sino por todo el salón, dando vueltas, pasos de baile, elevando los brazos, pegando pequeños golpes de cadera al aire y mirando de forma sugerente a esa pareja inexistente de baile…
De tanto en tanto se acercaba al mostrador que separaba la cocina de donde ella estaba y miraba la comida, todo iba bien.
A las cinco canciones pensó que era el momento de poner el toque mágico de su salsa, así que volvió a la cocina, removió, los ingredientes ya estaban prácticamente deshechos, los aplastó un poco más con la cuchara de madera, el color rojo vivo del principio se había convertido en una especie de carmín, más oscuro, más intenso. Cogió un tarro de cristal que contenía orégano, ese era el truco, le echó un puñadito y volvió a remover. Se acercó un poco a la sartén e inspiró cerrando los ojos… “Tal vez le falta un poco de sal” pensó sólo con olerlo, cogió un poco con la cuchara, sopló levemente y cerrando de nuevo los ojos acercó los labios, más que probarla, besó la salsa. Cada cosa que hacía tenía que ser así: “El amor, el cariño que pones en las cosas lo recibe luego el que las disfruta” solía decir.
Efectivamente, faltaba sal. Le echó un poco y pensó que cinco canciones más y ya estaría listo. Cinco canciones más... sonrió, que buena oportunidad para seguir bailando... “Baila, baila, baila como si nadie te estuviera viendo”
Nota al pie de página: Mientras ella baila, te diré que la salsa estará lista en unos quince minutos más, yo lo dejaría veinte, me gusta que quede concentrada, de sabor intenso.
Si no te gusta encontrar trocitos pásalo por el pasapuré, ni a ella ni a mi nos importa encontrarnos pequeños tropezones, por tanto, por nuestra parte, pasado ese tiempo estará lista para consumir.