miércoles, 25 de abril de 2012

UNA DE INDIOS Y VAQUEROS

Se llamaba Alfonso... y era un niño de pelo negro, ojos grandes y despiertos y cara de chico listo, tenía seis años y era su novio.

Inseparables, todo el día juntos, jugaban a los mismos juegos... se sentaban en pupitres juntos. Iban al mismo colegio desde hacia tres años y enseguida congeniaron bien...

Él siempre la llevaba de la mano, cada mañana la esperaba en la puerta de aquella escuela, ella subía las escaleras cargando con la cartera de cuero, en cuanto llegaba a su altura él cogía esa cartera con una mano y con la otra se aferraba a la de ella… todo un caballero. Así entraban juntos en clase.

En el recreo, cuando se sentaban al lado de la fuente que había en el jardín, él tocaba su melena, le gustaba, decía que era suave, como un osito de peluche que tenía en su habitación.

Casi siempre jugaban a indios y vaqueros, era su juego preferido. Él se pedía ser el Jefe indio, ella, claro, era su chica... y siempre la salvaba cuando “los vaqueros” la capturaban y estaban a punto de llevársela en una diligencia... siempre la rescataba y, entonces, salían corriendo, cabalgando en aquellos caballos imaginarios, y se escondían bajo las ramas de un sauce llorón que había en una esquina del jardín del colegio y que, ellos decían, era su casa.

Un día, ella vivió un momento muy duro; había nacido su hermano, el tercero de la familia y el primer varón y ella pidió a sus padres que le pusieran de nombre Alfonso pero no hubo forma.

- ¡¡¡¿Alfonso?!!!, ¿qué nombre es ese?, ¿quien de la familia se llama así?... – decía mamá - ¿no ves que se tiene que llamar como papá?

- Pues... ¡¡¡yo quiero que se llame Alfonso como... Alfonso!!! - contestaba con impotencia.

Fue un tremendo disgusto que sus padres no fueron capaces de descifrar jamás...

Y ella, al día siguiente, llegó al colegio hecha un mar de lágrimas que sólo logró calmar gracias a las magdalenas de chocolate que hacía Anne, la cocinera del colegio y a las caricias que Alfonso le hacia a su melena... y siguieron siempre juntos... inseparables, siempre de la mano, incluso cuando hacían gimnasia, con una complicidad inquebrantable, hasta que, a los nueve años, ella se cambió de colegio, su mamá había decidido que había llegado la hora en la que era mejor, para su educación, uno de monjas y sólo de niñas, así que, ella perdió sus referencias, su entorno, su escuela desde los tres años, pero, sobre todo perdió, lo que más le dolía, a Alfonso.

Y ya nadie pudo rescatarla de los vaqueros... que, efectivamente, un día la capturaron y se la llevaron en una diligencia...

Por eso hoy ya no es india, no... De india sólo conserva su pelo largo y oscuro, una mirada y la imagen de aquel niño moreno que fue su Jefe indio.

jueves, 19 de abril de 2012

VERDE

Hoy le han puesto buena dosis de voluntad y de cabeza, parece que todo ha quedado claro: vamos a relajarnos, no tan deprisa... El problema, piensa nada más colgar, es que a ella la cabeza, por sí sola, no le suele funcionar, siempre se deja llevar más por el corazón y... claro, así le va...

Reemprende el viaje de vuelta, realmente hace un día precioso, el cielo esta rabiosamente azul, “madrileñamente” azul, como lo pintó Velázquez. Es verdaderamente maravilloso.

En contraste está el verde, el color de la naturaleza, el verde que va desde el tono claro, brillante, de la hierba fresca, de los brotes nuevos de una planta, de la primavera, del renacer... y ese verde que evoluciona hasta llegar al que ella llama “hoja seca” que es el que predomina ahora, al final del invierno, en este paisaje de monte bajo, de encinas y de pequeñas coníferas, verde hoja, verde militar o caqui, como quieras llamarlo, pero ese verde, otro de sus colores preferidos. Se funde con el pardo amarronado, de los matojos secos, quemados por las pasadas heladas. Todavía hace frío, si, hace frío ahí fuera...

Ahora piensa que si ella aún montase a caballo, le encantaría volver a hacerlo en este momento; volver a montar a Ébano, aquel que montó la última vez, aquel que se asustó por que oyó ruidos extraños y la tiró. Ébano, noble, alto, estilizado, negro como su nombre... pero se asustó y se la quitó de encima. Resultado: dos costillas rotas, pero lo peor no fue eso, lo peor fue que en ese momento no volvió a subir, no volvió a montarlo y, ya se sabe, si no lo haces en el momento, si no espantas el miedo en el momento, no lo vuelves a hacer.

Pero sí, hoy volvería a montar a Ébano, y pasearía por esos campos, entre encinas y retamas ahora pardas, casi grises. Le gustaría abrigarse bien pero dejar la cara al descubierto y que el aire frío le diera en ella, es perfecta esa sensación. ¡Cómo le gustaría sentir eso...!
Acariciar la cabeza del animal y decirle: “Fíjate Ébano, es bonito todo esto ¿verdad? Y, además, hay silencio, no hay ruidos, ruidos que puedan asustarte, ¿no te vas a asustar verdad?, no hoy no, no hay ruido Ébano, hoy no hay ruido...”

Disfruta así, conduciendo por estas carreteras, sin rumbo fijo. Puede aparecer en el pueblo que sea, ni idea, nada premeditado... La música alta, altísima, “si un día te para la Guardia Civil, te enteras, ese día te enteras...”, piensa. Suele poner algo de ópera, sobre todo Turandot, hoy no, hoy lleva la canción que le regaló él y otras cuantas más que la están acompañando últimamente, esa especie de banda sonora original de esta historia que van construyendo día a día. Podría recorrerse kilómetros y kilómetros así, pero tiene que regresar, volver a su realidad.

Sigue, no obstante, sumergida en el verde, ¿cuántas tonalidades de verdes pueden existir?, es imposible saberlo, la naturaleza, dueña de este color, es caprichosa y a cada momento le da un toque diferente, a cada momento...

Sí, a cada momento, la vida, como la naturaleza y como el color verde, cambia, y nadie ni nada puede ni podrá controlarlo, nada... Por mucha voluntad y por mucha cabeza que le pongamos, al final resulta imposible, eso lo sabe ella, eso lo sabe él, eso lo sabe todo el mundo...
Pero es cierto que, al menos, tristes y pequeños humanos nos esforzaremos por intentarlo, nos esforzaremos por nadar, por mantenernos a flote, por mantener nuestros ojos en la orilla, allá a lo lejos, nuestra referencia. Tal vez lo consigamos, tal vez sepamos conjugarlo todo lo suficientemente bien como para, al menos, no ahogarnos y quedar en tablas con la vida.

Horizonte en verde
Técnica mixta sobre lienzo
Marian G.B.


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